Luis y Alicia son vecinos de Mollet, uno de los municipios en los que, según la PAH, más cuesta conseguir el padrón. Ambos son ocupa y saben cuánto cuesta conseguir el censo, un derecho recogido en la ley que abre las puertas a la atención primaria, prestaciones sociales o ayudas, no a la propiedad de la vivienda. Un derecho también para las personas que ocupan, pero que a menudo se les resiste
Reportage de Sandra Vicente @Sandra_ViBa para Catalunya Plural
No vamos a permitir que Catalunya se convierta en un paraíso ocupa, inédito en Europa». Con estas palabras, el presidente del PP catalán, Alejandro Fernández, anunciaba que la formación llevará al Tribunal Constitucional el Decreto Ley de la Generalitat de medidas urgentes para mejorar el acceso a la vivienda. El decreto establece la obligatoriedad de facilitar alquiler social a las personas vulnerables, entre las que destaca aquellas que no tienen título habilitante y, por lo tanto, pueden ser desahuciadas sin alternativa habitacional. En otras palabras: ocupas.
El popular, que considera este decreto como un «insulto», cree que protege a los ocupas por delante de personas que han decidido «invertir y ahorrar a través de la vivienda». En declaraciones ante prensa, Fernández apuntó que el Decreto va encontra el derecho fundamental de la propiedad privada. Pasando por alto el derecho, también fundamental y constitucional (Artículo 47) a una vivienda digna. El presidente del PP hizo bandera de otros estereotipos sobre el colectivo ocupa, en cuanto que considera que los decretos de la Generalitat parecen «hechos a medida para las mafias ilegales de ocupación, que actúan impunemente en Cataluña».
Pero la verdad sobre la ocupación es que detrás las puertas de una vivienda vacía es más frecuente encontrar familias o personas vulnerables y en exclusión habitacional antes que mafias. Y que muchos de los pisos ocupados no están vacíos en tanto que segunda residencia o a la espera de ser alquilados, sino que son viviendas que el banco ha reclamado después de un desahucio o por impago de las promotoras, después de la burbuja inmobiliaria.
Es cierto que, por motivos obvios, no hay datos sobre ocupación en Catalunya, pero según la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), el perfil más común es el de «persona vulnerable, que busca una solución temporal a un problema de vivienda y que aspira a pagar un alquiler social». Y aquí viene uno de los problemas: para acceder a un alquiler social, se requiere de la acreditación de exclusión residencial. Y para éste, es necesario estar empadronado. Por lo tanto, cuando Alejandro Fernández pide que la gente espere de manera «paciente y honrada a las listas de alquiler social», no tiene en cuenta que si no se tiene un techo bajo el que empadronarse no hay alquiler social en el horizonte.
Y no solo el alquiler social depende del padrón, sino también la atención médica en la Atención Primaria, el derecho a voto o el acceso a ciertas prestaciones o ayudas sociales. Es por eso, que en el BOE del 20 de mayo se ajustaron ciertas disposiciones para facilitar el empadronamiento y, de la mano, el acceso a las prestaciones a raíz de la crisis de la Covid. «El padrón tiene que reflejar el domicilio donde vive cada vecino, independiente de las controversias jurídicas sobre la titularidad de la vivienda», tal como relata el BOE.
Una persona que esté ocupando, pues, según el BOE tiene que presentar la autorización por escrito de alguien que ya esté empadronado en el inmueble. Pero, en el caso de las casas que están vacías, propiedad del banco o de la SAREB, los ayuntamientos «tienen la obligación de tramitar la solicitud de empadronamiento». Así, aunque el padrón sea un derecho regulado por ley, desde la PAH denuncian que hay municipios que «ponen trabas». Uno de estos municipios es Mollet del Vallès donde, aunque las solicitudes se acaben cumpliendo, se sobrepasen los seis meses máximos que, según la ley, puede tardar el trámite.
Detrás cada vivienda ocupada hay una historia diferente, pero la misma lucha. Prueba de esto son Luis y Alícia, ambos vecinos de Mollet. Ocupas que tuvieron que recurrir a esta modalidad de vida después de ser expulsados de sus casas. Alícia, apenas después del estallido de la burbuja ocupó en 2015 y consiguió el padrón en 2017. Luís, tuvo que ocupar por no dejar su hija y su nieta, de 10 años en la calle. En el paro, sin prestaciones y esperando el padrón desde hace 9 meses. Los dos buscan un alquiler social que la administración no es capaz de darles. Ellos son una parte de la realidad de la ocupación y explicamos sus historias.
Luis y una espera de nueve meses sin padrón, prestaciones ni derecho a voto
Luis vive en un apartamento austero, pero arreglado. «Yo pinté el piso, porque estaba hecho un desastre: si hay que ser pobre, que sea con dignidad», remarca. Hay pocos muebles, pero todos son suyos. Su mesita, televisión y colchones estuvieron algunos meses aguardando en un trastero que alquiló, después de que tuviera que dejar la habitación que le alquilaba a un amigo por no poder pagarla. Tornero de PVC de profesión, Luis empezó un período de crisis de la mano de la del 2008, desde cuando ha ido encadenando contratos temporales, poco estables y peor pagados. Tras su última ocupación, se quedó sin dinero para pagar la habitación, al tiempo que su hija también se quedaba en paro, con una niña de 10 años a cargo. La alternativa para esta família, que vivía separada en aquél entonces, era quedarse en la calle.
Luis pasaba las tardes en una rambla, donde conoció a una chica que ocupaba la que ahora es su casa. Ella dejaba el inmueble y, tras conocer la situación de Luis, le ofreció entrar él, junto a su hija y nieta. «La necesidad me obligó, yo no quería, pero tenía que sobrevivir, no podía dejar a una niña durmiendo en la calle», comenta Luis, que explica que estuvo buscando un piso para alquilar, pero todos rondaban los 800 o 900 euros. «¿Cómo pago yo eso? No tengo ese dinero, ni uniendo lo que cobra mi hija, que también es trabajadora eventual». Su último contrato fue de seis meses.
Ecuatoriano, hace 20 años que vive en Catalunya y explica, con mirada avispada que, como migrante, sabe bien que «debo adaptarme, adoptar las costumbres de donde esté». Por eso, lo primero que hizo al llegar al piso fue ir a hablar con el presidente de la comunidad: «yo no quiero problemas con nadie y sé que si me ven a mí llegar a un piso del edificio, va a llamar a la policía». No forzó la puerta ni pinchó los suministros, y éstos eran los requisitos que puso el presidente de la comunidad. Luis los cumple y la relación con los vecinos ha sido buena durante los nueve meses que hace que la família está en el piso; «en cuanto me dijeron que podía quedarme, me quedé parado», recuerda. «Nunca he pedido nada, porque lo que yo pida le puede servir a otro con más necesidad, pero ahora sí que he tocado fondo».
Si la convivencia discurre sin problemas, los impedimentos le vienen de la parte administrativa. Hace nueve meses que espera el padrón, cuando la ley marca términos de tres más otros tres de prórroga. «Solo me dicen que espere y, mientras, yo no tengo nada», apunta, mirando una y otra vez la carta del Ayuntamiento en que se le comunica que su petición está en trámite. No tiene derecho a médico, ni a las prestaciones. «No tengo derecho a nada», sólo a las prestaciones por desempleo, que pronto acabarán. Ni siquiera pueden ir a buscar comida a los servicios de Cáritas, que requieren el padrón.
Necesita el padrón para la documentación que acredite su situación de exclusión residencial, «el documento de la vulnerabilidad», lo llama. Y al pronunciarlo se detiene, con la voz quebrada. Para Luis es imprescindible tener un alquiler. Pagar un alquiler. Así lo repite muchas veces durante la entrevista. Un alquiler social: «no quiero vivir así», asegura. «Como sea busco trabajo, porque lo que tengo lo quiero pagar», afirma. Pero la barrera que lo separa del alquiler social no es la falta de ingresos sino, de nuevo, el padrón. El piso que ocupa es de la SAREB, que está al corriente de la situación de Luis y dispuesta a tramitar un alquiler social. Pero todo el proceso se paró a la hora de entregar el padrón.
Luis está tramitando su nacionalidad y se rie, amargamente, cuando apunta que, si cuando la consiga aún no está empadronado, no tendrá ni derecho a voto. Ahora mira hacia atrás y recuerda el camino que lo ha llevado hasta donde está: «yo tenía piso, tenía de todo», recuerda. Una hipoteca de más de 1.800 euros al mes, que se llevaba su sueldo y el de su ex mujer. En 2008, cuando perdió el trabajo, empezó una época de contratos eventuales de albañil, pintor y hasta de limpieza. «De todo se aprende», dice. Su último contrato fue a través del EMFO de Mollet, donde conoció a José quien, a demás de su compañero de trajines, es miembro de la PAH y se convirtió en compañero de luchas.
Luis no sabía de la existencia ni significado de esas siglas, pero desde que se puso en contacto con la Plataforma, sintió la «ayuda de estar con gente, cuando vienes de sentirte tan solo. No sólo orientan, sinó que dan esperanza, y yo la necesitaba, porque traía la autoestima por los suelos», reconoce.
«Luis es el perfil de la ocupación de este país», apuntan desde la PAH Mollet, que denuncia que la ocupación está «terriblemente criminalizada por un sistema que te culpabiliza y te hace creer que haces algo malo, que eres un fraude, cuando realmente eres una víctima y sólo quieres sobrevivir». Desde la Plataforma aseguran que es la primera vez que se encuentran con un padrón que se tramita desde hace nueve meses y, aunque creen que puede ser una de las consecuencias de la pandemia, también asegura que «parece que el padrón está castigado en el cajón de los trámites olvidados».
Alicia, 59 años y orgullosamente ocupa
«Llámame cuando llegues, que no funciona el timbre», avisa Alicia, antes de la entrevista. Al bajar a abrir la puerta, informa de que hay que subir por las escaleras: tampoco funciona el ascensor. Ni las luces del rellano. «Hoy te encuentras la escalera limpia porque la he fregado yo», explica. Y es que este edificio no llegó a acabarse del todo porque el constructor entró en la cárcel, y así se quedó. Actualmente, de los seis immuebles que hay, en tres se paga alquiler y tres están ocupados, uno de los cuales, es el hogar de Alicia.
Su pequeño apartamento, que cuenta sólo con una habitación, es del Banc Sabadell, aunque eso ella no lo sabía cuando llegó, en 2015. Alicia se quedó en paro en 2011, después de dedicarse durante 25 años al mundo inmobiliario, y con más de 50 años cumplidos. Su caso es como el de miles de personas: cobró los dos años del paro y en acabar la prestación dejó un piso en Barcelona que no podía pagar y alquiló una habitación. Pero su historia se desmarca de la del resto cuando un amigo y vecino de su hijo le dice que le presta su piso, que está alquilando, pero en el que no vive porque no funcionan los timbres, ni el ascensor…así es como Alicia llega a su casa.
«Me pasé 15 días limpiando todo, porque estaba esto hecho un asco. Me salieron callos en las manos y estuve semanas viendo la tele en una silla de jardín y durmiendo en un colchón». Esos eran los únicos muebles que había podido comprar por Wallapop con sus ahorros. Ahora la casa es un apartamento moderno que hasta cuenta con una piscinita inflable para cuando su nieto viene a pasar los días de verano. Todo parece ir bien hasta que, a raíz de hablar con los vecinos, Alicia se entera de que el constructor de la promoción está en la cárcel y que el amigo de su hijo no estaba pagando alquiler. Su contrato había rescindido y ahora el piso es del banco. Y ella se había convertido, de la noche a la mañana, en una ocupa.
Ya con esa información, un día el amigo de su hijo la avisa de que quiere volver a su casa y Alicia se asusta: «Quiso volver cuando yo tenía el piso arreglado y listo para entrar a vivir», se queja. Así que se va directa a Servicios Sociales, porque su intención era quedarse en el piso hasta que el banco reclamara el inmueble y pedir un alquiler social. Pero le hacía falta el padrón. Alicia estuvo dos años empadronada en casa de uno de sus hijos porque ella, que tuvo su última residencia en Barcelona, necesitaba estar censada en Mollet para tener acceso a la Atención Primaria para tratar su cáncer.
Así que, a finales de 2016 inicia los trámites para empadronarse en su casa y, como ésta es del banco, tuvo que hacerlo oficialmente como ocupa. «Imagina la verguenza que pasé», explica Alicia quien, ahora, recuerda la situación con una sonrisa, mientras explica los nervios cuando le dijeron que un agente de policía debía pasar por su casa para ver que todo estuviera bien. «El informe fue favorable, ¿qué iban a decir? ¡Mira la edad que tengo y cómo soy! ¿Qué cosa rara iba a hacer yo aquí?», exclama. A pesar de que todo iba viento en popa, pasaron los tres meses y recibió comunicación de que el Ayuntamiento se acogía a tres meses más de prórroga. En su caso, a diferencia del de Luis, sí se cumplieron los plazos. Desde hace tres años Alicia está censada en su casa, puede ir a su CAP y pedir la Renda Mínima de la Generalitat, con la que complementa la ayuda de mayores de 55 años y le queda un sueldo mensual de poco más de 600 euros.
Ahora batalla contra la burocracia para obtener el documento de exclusión residencial que le permita tener un alquiler social. Mientras, espera la sentencia del juicio que tuvo contra el Banc Sabadell, que reclamó el edificio. «He enviado mails al banco, fui a las oficinas y me sellaron unos documentos en los que yo pedía la exclusión residencial…toda acción es poca, aunque haya una ley que me ampare«, reflexiona Alicia.
Ella encontró a la PAH justo después de conseguir el padrón, hablando con un militante histórico que conocía de la plaza del mercado («¿Qué quieres? Si soy una maruja de casi sesenta años», bromea). «Me he empoderado, he participado en todos los desahucios y charlas…lucho por los derechos sociales, no porque me toque de cerca, sino porque creo en eso. Siempre he creído en la justicia social, pero antes la defendía desde el sofá, ahora he aprendido a salir a la calle», explica.
Alicia repite la frase que rezan muchos miembros de la PAH: «son mi família». Pero en 2016, cuando tramitaba el padrón, lo hizo sola. Recuerda cómo la hicieron sentir en el Ayuntamiento: «vergüenza, culpabilidad…que si vete a vivir con un hijo tuyo, que si comparte piso, que si haber ahorrado o haber buscado un buen trabajo…Salí de allí como una pulga. Hundida», evoca, en el único momento de la entrevista en la que a Alicia se le borra la sonrisa. «¿Qué iba a hacer yo en aquél entonces, que sólo cobraba 430 euros y ni siquiera podía acceder a las ayudas de Cáritas?», se pregunta.
Ocupar, para Alicia y para muchos otros, fue la única opción. Y de la vergüenza ha pasado al orgullo. «Yo, que he trabajado y pagado impuestos toda mi vida, soy la anti-ocupa«, bromea. Y es que muchas veces es Alicia la que habla en las charlas sobre ocupación: «cuando se habla de ocupa, la gente se espera un perfil muy concreto de persona, y aparezco yo», explica y recalca que se tiende a poner a todos los ocupas en el mismo saco. «Ser ocupa no es malo y yo me proclamo como tal, porque los ocupas no somos ladrones ni incívicos, somos víctimas del sistema. La culpa no es mía, yo no viví por encima de mis posibilidades», sentencia Alicia, voz en firme.
En acabar la entrevista, enseña su casa, que se reconoce en dos vistazos. Se notan los cinco años de dedicación. Es su casa, tanto como lo es para Luis su apartamento. Ahora ambos esperan: uno por un padrón que parece no querer llegar y la otra por un documento de exclusión residencial que le abriría las puertas a un alquiler social que por ley le corresponde. Ambos son derechos que se les resisten y aunque ni el padrón ni el alquiler social sean derechos per se fundamentales, sí lo es el acceso a una vivienda digna. Y aunque eso también se les negó, se plantaron y decidieron tomar lo que les correspondia. Un techo, simple y llanamente.